The Chicago Art
Institute fue el segundo museo que visité. Las enormes estatuas de leones que
guardan la entrada principal tenían puesto un casco de los Chicago Hawks, el
equipo de hokey que en ese momento estaba en las finales y ayer acaba de ganar
el campeonato. Este museo, parte de la reconocida Universidad de Chicago (donde
estudió Mr. Barak Obama) tiene una arquitectura clásica, construido en mármol y
de dimensiones imponentes. Me hizo pensar en la arquitectura romana antigua o
en los grandes museos de las capitales europeas. En este museo hay una gran
colección de arte antiguo proveniente de muchos lugares del mundo. Son piezas
de gran valor adquiridas gracias a los enormes presupuestos con los que cuenta
el museo, y cuando necesitan ser restauradas, este proceso se hace con la más
alta tecnología y cuidado por miembros de la Universidad de Chicago. En ese
museo me di cuenta de cómo las civilizaciones antiguas creaban sus obras de arte
una vez lograda cierta prosperidad, y los adelantos tecnológicos requerían
tiempo para dedicar al estudio, la reflexión y la creatividad.
Estados Unidos es muy grande y a pesar de todas mis críticas, siempre habrá algo que resaltar. Tengo que reconocer que todos estos museos son centros de conocimiento concentrado y proveniente de todos los rincones del mundo, y los científicos y personal que planea y dirige las exposiciones es gente que al menos está inspirada en la sabiduría que se ha ido desarrollando a lo largo de la historia. Por muchos fallos que pueda tener el sistema norteamericano montado en el capitalismo y la concentración de la riqueza, cuando se presencia lo que esta riqueza puede lograr, es para quedarse sin aliento. Los museos aquí no funcionan de otra manera, ya que a costa de membresías, reconocimiento y financiadores que se exponen públicamente en las entradas (bancos, gobierno de la ciudad, del Estado o federal; o en ocasiones fundaciones privadas) estos museos logran su grandeza. Al final es la misma mecánica que cualquier otro negocio en EEUU, pero la esencia o el fin último de un museo es la distribución del conocimiento ya que cuentan con tarifas especiales para estudiantes, maestros, días gratuitos y admisión general bastante accesible.
Creo que no vi ni la mitad del museo en las tres o cuatro horas que estuve ahí pero me quedó muy grabada la variada exposición de dioses hindúes, la relativamente reciente colección de arte bizantino, las piezas de arte japonés tan antiguas y sus dioses que parecían muy influenciados por los ídolos budistas que a su vez se originan de los hindúes; y la relación estrecha de las cosmovisiones que predominaron toda Asia en la época antigua. Un proceso muy parecido a lo que pasó en los pueblos de Mesoamérica con algunos dioses como Tláloc, Quetzalcóatl, o la Cuatlicue, que a pesar de las barreras del idioma y algunas diferencias culturales, fueron dioses comunes y conocidos por todos.
Yo sabía que Mesopotamia es una de las civilizaciones madres, junto con la Egipcia, China y la de los Dravídicos (antepasados de la civilización india); pero fue una gran sorpresa para mí ver una estatuilla de bronce que data del 3500 a.C tan bien trabajada. ¿Cómo se había desarrollado en ese tiempo la tecnología para tratar los metales y la delicadeza artística para hacer una figurilla tan detallada?
Todas las
exposiciones estaban montadas impecablemente y vi un video en donde se
explicaban las técnicas de restauración y el equipo usado para manejar piezas
muy pesadas o extremadamente delicadas.
De regreso a casa
de mi tía Nora y mi tío Alberto me perdí entre un barrio mexicano, Pilsen, y
luego otro barrio muy grande de “morenos”, como se les dice a los
afroamericanos para hacerlo más corto supongo. En el barrio de mexicanos no vi
a ningún güero o moreno, y en el de afroamericanos no vi más que
afroamericanos. Como me contó más tarde la amiga de mi tía Nora, es curioso
cómo en los barrios afroamericanos de poca afluencia hay muchos terrenos
baldíos, se ven solos, vacíos, las casas descuidadas y mucha basura. En los
parques hay pequeños grupos de personas reunidas aquí y allá, a veces con los
sillones de las casas afuera. En cambio, los barrios latinos están compactos,
no hay estacionamiento, las calles están llenas de gente de todas edades todo
el tiempo y los parques están rebosantes de chamacos jugando.
Todas estas
visitas, la ida y la vuelta en bicicleta, los pensamientos inspiradores de los
museos, fueron suficiente para dejarme agotado cada día; pero este día en
especial, después de la visita al Art Institute of Chicago, me fui con mi primo
Emiliano de fiesta a conocer un bar medio hípster donde conocí a una muchacha
amiga de mi tía Nora que estudió antropología en la Universidad de Chicago, y
trabaja en las comunidades de latinos. Ella me habló de los problemas y las
necesidades de la comunidad hispana en Chicago, el racismo que todavía persiste
en la sociedad norteamericana y la marcada segregación racial que caracteriza a
la ciudad de Chicago. Me imaginé que ella, estando en contacto con la base
trabajadora hispana, podría saber algo sobre cómo conseguir documentos falsos
para trabajar, así que, indagando un poco, me di cuenta de que ella trabaja con
documentos falsos también. Habiendo llegado a los nueve años de México y con
papás migrantes también, aun teniendo estudios en la Universidad de Chicago, no
tiene forma de trabajar legalmente y muchos otros derechos le son negados.
Precisamente esta chica trabaja para una organización que se dedica a apoyar a
la comunidad hispana con asesoría legal, financiera y otras actividades como
las marchas pro migrantes que ella está encargada de organizar.
(Y fue de esa forma
que me hice de mi “mica” y mi “social security number” para trabajar más tarde
en San Francisco)
Al día siguiente
tuve que descansar todo el día pero en la tarde fuimos al “Navy Pier” y me subí
a una rueda de la fortuna muy alta desde donde se aprecia el horizonte con la
ciudad y sus edificios de un lado y el lago Michigan del otro lado. Nos comimos
un helado tamaño estadounidense de Hagen Daaz (que al final con esos tamaños no
me quedaron ganas de comer helado en un buen tiempo y mi tía pagó más de
treinta dólares por cuatro helados) y luego todavía mi tía compró unas
palomitas de caramelo y de queso bastante grasosas pero muy adictivas. Pensé
que esa sensación de placer está desarrollada con ingeniería y ciencia (como se
presume de todo en Estados Unidos) a propósito para hacerlas irresistibles y
vender más, pero ahí está parte de la respuesta a la forma incontrolada que
tienen algunos gringos de comer. ¡Y luego la basura que se produce! Esas
palomitas las sirven en una bolsa de plástico llena de dibujos dentro de otra
bolsa con asas también de plástico y un buen bonche de servilletas. El colmo
fue cuando allá en Patterson con Paul Mason vi una caja llena de palillos, como
un kilo de palillos, que había comprado “porque encontró una oferta” y cada
palillo estaba envuelto individualmente en un paquetito de plástico.
Mientras visitaba
la majestuosa réplica en Chicago de la fuente que está en el palacio de
Buckinham en Londres, pensé que es muy contradictorio ver algunas de estas
maravillas de nuestra época teniendo al mismo tiempo en mente su
insostenibilidad en cuanto al uso de recursos y energía. Para alguien nacido y
crecido aquí puede ser algo muy normal, pues es el resultado de un largo
proceso que además se fue dando en un tiempo donde el impacto al medio ambiente
y la escasez de recursos naturales no era un tema de importancia, pero en la
actualidad no cabe duda de que se necesita un cambio profundo.
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